Indonesia, por Pablo Olías

Indonesia, por Pablo Olías 

Empiezo esta nota sentado en un pequeño warung indonesio, muy cerca del aeropuerto de Kupang, desde donde en pocas horas partiré de vuelta a España. Se me esta haciendo aún más difícil de lo normal digerir mi último nasi gorem y es que la tristeza se me agarró al estómago y me quitó el apetito. No es sólo porque aquí se acaba mi viaje sino porque esta mañana tuve que despedirme de Pablo García y ha resultado ser un trago más amargo del que esperaba.

Conocí a este personaje hace ya tiempo. Tras descubrirlo en Internet y hacerme fiel seguidor de su aventura tuve la suerte de cruzarme con él, por pura casualidad, en una avenida principal de mi ciudad. En los días que convivimos “bajo mi mismo techo” forjamos una linda amistad, la misma que ha hecho que 6 años más tarde me ofreciera acompañarle en su recorrido por la zona este del archipiélago Indonesio gracias a un vuelo esponsorizado por la compañía aérea Air Asia. Pero aparte del oportunismo, la oportunidad de compartir 40 días de viaje con alguien a quien tanto admiro y de quien tanto podría aprender, me sedujo terriblemente así que no me lo pensé ni un momento y 15 días más tarde estaba subido en un avión camino a Bali.

Nuestro encuentro fue impactante para mí. Tras el abrazo de rigor bastó un rapidísimo barrido visual para entender que si el tiempo no perdona, menos lo hace si éste fue vivido con tanta intensidad. Su rostro, terriblemente curtido y encanijado, al igual que las banderas que luce su bicicleta, descoloridas y hechas añicos, algunas casi desintegradas sin siquiera dejar ver a qué país pertenecen, son incuestionables delatores de la dureza de un viaje que día a día le va poniendo a prueba, continuamente, como si le estuviera echando un pulso retándole a que abandone.

Nuestros primeros días en Bali los pasamos sumándonos a la infesta masa de turistas que arrasan el sur de la famosa isla. Subidos en una moto y junto a Santi, Marina, Sergio y Alex, recorrimos sus playas y sus poblaciones. La vida aquí, como en la mayoría de las grandes ciudades del sudeste asiático, es caótica y estresante, dominada por un tráfico desenfrenado (que nunca frena…) que se rige por sus propias “no reglas”.

Miles de motos copan las calles donde sólo se escucha el ensordecedor pitido de los vehículos y es que en toda Indonesia se conduce con una mano en el volante y la otra en la bocina, de la cual hacen un uso indiscriminado.

Dejamos el bullicioso sur para adentrarnos un poco en la Bali profunda en busca de su cultura hindú, sus templos y sus mercados de alta montaña. Nuestra única parada para hacer noche fue en Ubud. Allí nos esperaba Clelia que nos recibió con los brazos abiertos y hospitalidad argentina. Desde allí pedaleamos directamente hasta la costa para coger el Ferry rumbo a Lombok.

Lo cierto es que debo decir que, al contrario de lo que dicen la mayoría de guías de viaje, Bali no nos cautivó en absoluto. De hecho nos sorprendió la buenísima publicidad y fama que tiene esta isla.

Todo cambió en nuestra llegada a Lombok donde tras desembarcar del Ferry pedaleamos un par de horas bajo una luna menguante para hacer noche en Sengiggi. Nuestros dos siguientes días nos los pasamos retozando en Gili Meno, la segunda de las tres pequeñas islas que al Noroeste de Lombok son un refugio ideal para alejarse del bullicioso tráfico y descansar de los estridentes politonos de los claxones indonesios a cada cual más cansa. Aquellos bungaloes en mitad de la nada parecían firmes candidatos a obsequiarnos nuestra primera noche tranquila en Indonesia… nada más lejos de la realidad. A las 5 de la mañana se aliaron los martillazos de algunos trabajadores con los omnipresentes, y más que puntuales, cantos de los gallos. Y es que en Indonesia hasta los concesionarios de coches tienen gallos y gallinas. Fueron 40 días en Indonesia y créanme que ni una sola noche estuvo exenta de esta molesta experiencia, a la que por lo general se le suele sumar muchos otros estruendos. El primer consejo que le daría a alguien que se disponga a viajar por este país sería que hiciese como yo: “tráiganse un par de buenos tapones para los oídos”. Seguirá despertándose a las 5 de la mañana pero al menos podrá retozar en la cama sin que le rechinen los oídos.

Esto no fue suficiente como para enturbiar los buenos momentos que pasamos comiendo y charlando bajo los sombrajos de paja frente a la playa. Y menos aún el buceo en los maravillosos corales que existen en la zona, repletos de peces de todas las formas y colores.

Tras cruzar cómodamente Lombok por su esplendoroso valle central, algo que no nos llevó más de un intenso día de pedaleada, cogimos el ferry hacia la desconocida Sumbawa.

En esta isla, como en la anterior, desembarcamos por la noche. E igualmente pedaleamos a oscuras, esta vez sin el amparo de la luna, ya inexistente, hasta dar con un buen sitio para dormir.

Sumbawa no nos deparó ninguna sorpresa, ni nos impresionó con ninguno de sus paisajes. Pero, no obstante, su autenticidad y la total ausencia de turismo hizo que se nos quedara un buen sabor de boca al recorrerla. Quizá debido a esto, las jornadas de pedaleo se alargaron más de la cuenta superando los 130 kms por jornada a pesar de la lluvia, las pésimas condiciones de unas carreteras caídas en el olvido y el barro que las hacia casi intransitables. Y esto no es lo peor ya que nada fue tan duro como recibir los miles de saludos sin el más mínimo espacio de tiempo entre ellos, con el “hello mister” habitual que te tortura martilleándote el cerebro una y otra vez sin descanso. Un “hello mister” chillado con desagrado por cada uno de los ciudadanos indonesios con los que nos cruzamos; sin olvidar que Indonesia es el cuarto país más poblado del planeta.

Sería injusto dejar fuera de la lista de las dificultades aquellas referidas al descanso y la alimentación, dos aspectos importantísimos para poder responder al esfuerzo físico que requiere un viaje así. Sobre la primera ya creo haber contado suficiente. Sobre la segunda no hay mucho que contar: ARROZ, que con suerte y si no andas perdido por el interior de una isla, lo consigues frito y con algún trozo de pollo que, dado su tamaño, parecen haber pasado tanta hambre como nosotros. Pero como todo, esto tiene su lado positivo: tanto arroz hace que los inoportunos apretones de vientre que te obligan a saltar de la bici y correr entre la maleza contigua a la ruta, se reducen muy notablemente…

Pedaleando bajo estas condiciones, es inevitable que se me venga a la cabeza la pregunta de qué tipo de cortocircuito cerebral, crónico, tiene que sufrir alguien para escoger voluntariamente este estilo de vida, ¡durante 10 años!. Es cierto que no encuentro la respuesta a mi pregunta pero debo reconocer una muy preocupante afinidad con Pablo en este aspecto, quien tampoco creo que tenga la respuesta. Tan sólo os aclararé para aquellos que no lo conozcan que Pablo, lejos de estar loco como muchos pensaran, es una de las personas más cuerdas que conozco. Su cordura se basa principalmente en tener muy claro lo que quiere y de tener la fuerza y el coraje de ir directo por ello.

La última noche en esta isla dormimos en nuestros sacos, protegidos con mosquiteras que colgaban bajo la pizarra torcida de una muy destartalada clase que, literalmente, invadimos al anochecer. Nuestras ropas húmedas se secaban sobre los diminutos pupitres de los alumnos y todas nuestras pertenencias salpicaban desordenadamente el aula. A la mañana, muy temprano, nos escabullimos habilidosamente entre los alumnos más disciplinados que empezaban a llegar a la escuela. Fue realmente divertido.

Un día entero estuvimos en el ferry que nos desembarcó en Labuan Bajo, en la isla de Flores, donde nos detuvimos 2 días para descansar y para que Pablo trabajara en Internet actualizando su web y gestionando visados. Aunque el verdadero descanso lo encontramos en Kanawa, una pequeñísima isla privada a la que fuimos invitados por los empresarios que explotaban sus 12 bungaloes con un pequeño restaurante.

Pocas veces he respirado tanta paz y tranquilidad como en esta apartada isla. Allí, de nuevo, disfrutamos de un buceo increíble en el agua más cristalina que jamás vi, disfrutando de espectaculares corales que rodean la isla. Buscamos obsesivamente los tiburones que todos en la isla habían visto pero no hubo suerte. O quizá la suerte fue no verlos…

Con el masoquismo que nos caracteriza a este tipo de viajeros, abandonamos este paraíso de placer para sumirnos de nuevo voluntariamente en el más absoluto sufrimiento: el despiadado sistema montañoso de la isla de Flores. Una verdadera falta de respeto para el ciclista. La ruta que unía Labuan Bajo con Bajawa fue la más dura. Pablo la comparaba con el Tibet en cuanto a su dureza. Yo me reía mientras escuchaba en mi MP3 una de mis canciones favoritas de REM: “pushing an elephant up the stairs” (“empujando un elefante escaleras a arriba”). Parecía como si Pablo, con sus ochenta kilos de equipaje y su cara desencajada del esfuerzo, quisiese escenificar la canción que yo escuchaba.

Pero la naturaleza, sabia como siempre lo fue, se reservaba las mejores satisfacciones para recompensar los esfuerzos. Así nos obsequió una maravillosa noche de acampada en Cancar, en una loma cercana al pueblo que se alza sobre unos increíbles campos de arroz dispuestos según la forma de una tela de araña, únicos en el mundo. El amanecer del día siguiente fue espectacular, aunque de costumbre, desde muy temprano, fuimos invadidos por los curiosos locales.

Unos días más tarde seríamos recompensados de nuevo. Tras poner nuestras bicis a prueba por caminos prácticamente intransitables, llegamos al pie del volcán Gunung Inerie, donde se levanta un increíble pueblo tradicional. Bena es un deleite para la vista, con cabañas de madera y techos de paja, dispuestas en dos líneas que conforman una calle aterrazada donde se alzan sus hitos funerarios.

Pasamos la noche invitados en una de las cabañas del pueblo para volver a disfrutar de otro amanecer maravilloso.

Nuestra parada de rigor para descansar y trabajar fue esta vez en Ruteng, en el corazón de la isla, donde pasamos otros dos días. No me gustaría desaprovechar la ocasión para elogiar el esfuerzo y trabajo que Pablo dedica a la web y a la producción audiovisual. Este es un trabajo que se toma muy en serio y que requiere de una disciplina realmente voluntariosa. A veces Pablo comienza a trabajar bien temprano en la mañana para acostarse de madrugada, todo esto sin apartar la mirada de la pantalla del ordenador.

Tras recorrer casi 500 km de montañas en Flores, abandonamos esta bella y exuberante isla desde el puerto de Ende quedándonos con una muy buena sensación de la semana que pasamos en ella. Esta vez el trayecto en ferry que nos separaba de Timor Occidental nos llevaría 24 horas por lo que decidimos viajar como señores: en primera clase.

Desembarcamos en Kupang capital de Timor Occidental, ciudad destartalada y ruidosa, aunque también estimulante, donde nos detuvimos 3 días a esperar que la Embajada de Timor del Este emitiera la visa de Pablo para poder cruzar la frontera.

Miles de sensaciones me invadieron al tomar la ruta. A cuatro días de mi regreso a España, la cuenta regresiva se había activado. Cada vez más la nostalgia se apoderaba de mis pensamientos y las emociones se iban amontonando según llegaban los recuerdos del viaje. La sensación global de este viaje era realmente estimulante. Igualmente me invadía un inmenso cariño hacia mi compañero con quien todo había resultado muy fácil. Nuestra convivencia fue armoniosa y, lejos de tener el más mínimo roce, todos fueron buenos momentos.

Haberme dejado formar parte de su viaje, que con tanta admiración llevo años siguiendo, es algo de lo que siempre le estaré agradecido.

Sólo me queda desearle que nunca le abandonen ese coraje y esa fuerza que le hacen ser quien es.

Nos despedimos en la estación de autobús de Kefamenanu, muy cerca de la frontera con Timor Oriental, un mal trago que había que pasar.

Aunque no la necesitas,

Suerte amigo.

Y gracias.

 

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