Sur de Etiopia

Las mujeres mursi acostumbran a decorarse de una manera muy particular, deformando su aspecto natural. Según la tradición, desde pequeñas se les hace un corte en el labio inferior y se les inserta un plato de barro que ira aumentando hasta el momento de su matrimonio.

Sur de Etiopia – Km 25.100

Dicen que Etiopía era el nombre con el que los griegos llamaban a las tierras habitadas por personas de raza negra. Pero esta parte de África no es igual a mi camino recorrido: su gente comienza a ser distinta, también sus rostros y su color.

Etiopía es un país diferente, el único en el continente que no fue colonizado por los europeos.
Posee una historia rica que se remonta a más de 3.000 años y una cultura originaria que lo convierte en un lugar fascinante.

Entré en Etiopía desde Moyale. Me recibió un clima más frío. Es un país alto y, a medida que pedaleaba hacia el norte, iba subiendo cada vez más.

Sus caminos son buenos. Recuerdo que, cansado de las primeras subidas, paré para descansar y comer algo; de repente, el susto me invadió: desde los arbustos aparecieron cuatro hombres con ametralladoras y se me acercaron precipitadamente.

Cuando los vi, ya estaban a 10 metros, y pensé que eran bandidos del norte de Kenia. Los miré sin demostrarles miedo, mientras seguía comiendo mi naranja, como si nada. Luego del tradicional saludo Salama, nos miramos mutuamente durante varios segundos y, por suerte, uno de ellos me habló en un inglés quebrado. Era oriundo de Kenia y, según me explicó, estaban vigilando el área; por suerte, no eran bandidos. Terminaron siendo amigables. Días después supe que los Borana, la gente que habita el sur de Etiopía, acostumbra a cargar un arma. Según me explicaban, lo hacen para jerarquizar su status.

Tribus etiopianas

En el sur de Etiopía existen muchas tribus, con diferentes dialectos y costumbres propias. Para estas tribus, el ganado vacuno es la principal posesión, la primera fuente de subsistencia para niños y jóvenes que, en momentos de escasez de cereales, basan su alimentación en una mezcla de sangre y leche.

Cuando viajé por esta región, la época de lluvia estaba finalizando, por eso todo estaba verde, con diferentes cultivos, y sus ríos y lagos no estaban secos.

Según me contaron, el sur de Etiopía es una de las zonas más duras de África: su gente enfrenta prolongadas sequías gran parte del año, que provocan hambre en la población. Sus caminos no asfaltados, que están en muy mal estado, hacen que la mayoría de los lugares sean casi inaccesibles.

Allí conocí a los Mursi, una de las tribus que habitan los alrededores del parque nacional Mago. Las mujeres acostumbran a decorarse de una manera muy particular, deformando su aspecto natural. Según la tradición, desde pequeñas se les hace un corte en el labio inferior y se les inserta un plato de barro que ira aumentando hasta el momento de su matrimonio. Cuanto mayor tamaño, mayor será el número de vacas que pagará el pretendiente al padre de la novia.

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Los hombres se pintan la cara de blanco con formas geométricas y, al igual que otros grupos, tienen la costumbre de practicar la lucha surma, que es una pelea violenta con largas varas, donde se juegan el prestigio de su comunidad. A pesar de que sólo llegué hasta Yinka, en el camino conocí gente de varias tribus como los Karo, los Hammer y los Benna.

Me hubiese gustado quedarme un tiempo más para conocerlos mejor, pero mi realidad económica me obligaba a ir urgentemente a la capital.

Directo para Addis

Los días siguientes, camino a Addis Ababa no fueron fáciles. El idioma oficial en Etiopía es el amharic, aunque mucha gente habla su dialecto de acuerdo a la región, y sólo unos pocos el inglés.

A la hora de comer en los pequeños pueblos, las opciones fueron escasas. La comida tradicional es la injera, un panqueque aireado que tiene el tamaño de una pizza y está hecho con el grano de una planta llamada teff, que sólo crece en este país. Su color es gris y se acompaña con un poco de carne o alguna verdura. La comen todos los días, al mediodía y por la noche. Me hubiese gustado alternarla un poco pero casi siempre era imposible, excepto aquel omelette gigante de siete huevos que comí en Konso.

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Cada una de mis cenas era como armar un rompecabezas, pedir algo distinto de la comida tradicional era tan difícil como querer comprarla; yo no como carne, y la injera no era suficiente, necesitaba más que eso. Entonces siempre que podía me dirigía a una misión católica o a una Iglesia donde, luego de hablar con el obispo o con el sacerdote, me hospedaba por una noche y así cambiaba el menu.

Pero en mi camino lo que más me preocupó fue mi presupuesto: me quedaba muy poco dinero y sabía que como toda capital, Addis sería más caro. Ahora necesitaba de un sponsor.

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