A medida que iba adentrándome en la provincia de Niassa comencé a descubrir los verdaderos peligros. Recuerdo cuando en Lichinga más de uno me dijo: «en ese camino voce vai sufrir»
Norte de Mozambique
Cuando llegué a Mozambique conocí a Luis. Y Luis, apenas supo que yo venía de Sudáfrica, me dijo: «aquí comienza la verdadera África».
Recuerdo que muchos sudafricanos me habían advertido sobre el norte de este país, por la falta de caminos y puentes y sobre todo por su gente, que vive en las más precarias condiciones.
01Después de recorrer el lago de Malawi ingresé nuevamente a Mozambique navegando en un bote a vela. Desembarqué en Cobue, en un gran pastizal que existía sobre la arena, por lo que fue difícil llegar con la bicicleta.
La información desde Malawi era muy poca con respecto a esta pequeña aldea. A mi arribo descubrí que su gente está incomunicada con el resto del país debido al estado de los caminos que llegan al lugar. Estos caminos no han tenido ningún tipo de mantenimiento desde 1975 -el año de la independencia- por lo que la gente de la zona sólo puede abastecerse por agua vía Malawi. Matías, quien viajó conmigo en el bote, me contó que en lo que iba del año (6 meses) sólo una camioneta de Zimbawe había llegado a la aldea. Supe entonces que mi paso por la provincia de Niassa sería una verdadera odisea.
Niassa, la provincia del olvido – Km 18.520
Tres días estuve en Cobue tratando de descifrar cuál sería el mejor camino rumbo a Lichinga, la capital de la provincia.
Escuché diferentes opiniones y recorrí varios kilómetros a pie para comprobar el estado del camino que deja la aldea. Finalmente ya siendo domingo, partí de Cobue por un pequeño sendero o cortamato, como habitualmente la gente del lugar lo llama.
02Durante un buen tramo me acompañaron dos nativos, que me ayudaron a atravesar una gran montaña en la que aún existían zonas minadas. Ellos me guiaron y me dieron una mano con la bicicleta, ya que el camino era intransitable por las piedras y la espesa vegetación. Luego me indicaron el sendero que me llevó a la siguiente aldea.
Allí busqué al Reglo (jefe) quien me convidó una papaya y designó a Vladimir, prestándole su propia bicicleta, para que me oficiara de guía. Enseguida advertí que nunca podría haber acertado la dirección correcta: la cantidad de senderos diferentes que se presentaron fue innumerable. Tras 20 kilómetros por montañas y cerrados caminos rocosos, a media tarde me despedí de Vladimir.
La desventaja de ser blanco
Fueron necesarios tres días para atravesar los 200 kilómetros hasta Lichinga. La segunda noche dormí en Micucue, una pequeña aldea que como muchas otras ni siquiera figura en el mapa.
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Su jefe me ofreció una modesta casa de barro de su propiedad que estaba deshabitada. Allí dejé mis cosas y a unos pocos metros, junto al Reglo, me puse a cocinar algo de arroz. En un momento tuve que regresar a mi bicicleta ya que había olvidado la linterna. Todo estaba oscuro. Me moví tanteando las cosas. Luego de algunos minutos encontré la linterna y la encendí. Noté que la puerta trasera estaba semi abierta y entonces, con un poco de miedo, apunté la luz hacia el fondo de la casa. Junto a las gallinas, detrás de la única pared, pude ver el pie de alguien que se escondía.
Sin entender demasiado, tomé aire y pregunté: «¿Qué estás haciendo?». En ese momento un chico de aproximadamente 20 años salió del sector donde estaba la cama y comenzó a inventar cosas. Rápidamente controlé que estuvieran todas mis pertenencias y el chico, que parecía tener más miedo que yo, salió corriendo por la puerta del fondo.
A pesar de que en Mozambique me he sentido más seguro que en cualquier otro país africano de los que visité, el ser blanco siempre es sinónimo de dinero. Cuando llegué a Lichinga debí cambiar plata pero me topé con un escollo burocrático del banco. En la calle me sedujo una muy buena oferta y cambié 100 dólares. Presté mucha atención para no recibir billetes falsos, pero el viejo truco de doblar los billetes y contarlos dos veces me sorprendió. Perdí el equivalente a 30 dólares, aunque aprendí una buena lección.
Enigma en Lichinga, la capital
04Lichinga es una ciudad de 36.000 habitantes. Sus calles principales son de asfalto y no cuenta con construcciones altas. Pese a que en la ciudad hay energía, las calles no están iluminadas.
Fue difícil elegir cuál seria el mejor camino hacia la costa del Océano Indico, desde donde continuaría rumbo a Tanzania. La gente de la ciudad me decía que la ruta más larga (1.100 kilómetros) era más segura y que la otra, aunque mucho más directa, presentaba un pésimo estado y largas zonas deshabitadas.
Pero también conversé con personas provenientes del lugar al que me dirigía, y aunque ellos tampoco conocían la totalidad del camino más corto me aseguraron con cinismo que en bicicleta no era nada difícil atravesar sus 700 kilómetros.
Finalmente, y con algunas dudas, acabé optando por la alternativa más directa. Quizás, inconscientemente, intuí que de esta manera encontraría una verdadera experiencia de lo que es África.
Un único alimento
La provincia de Niassa es la más grande del país, pero a la vez la menos poblada. En el interior la mayoría de las aldeas carecen de luz y sólo cuentan con el agua de los ríos. Las casas son de barro y paja y su gente trabaja apenas un cultivo: el choclo.
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Pasados los meses de lluvia, que finalizan junto con el verano, comienza la época de la recolección. Las huertas son extensas y los nativos cosechan grandes cantidades de choclos, muchas veces los suficientes como para alimentar a su grupo familiar durante todo el año. Para almacenarlos los colocan en «el cereiro», un canasto gigante de paja que es construido sobre ramas a un metro del suelo y dentro del cual es posible guardar unos cuantos miles de choclos.
Solamente las aldeas más grandes fueron ayudadas por el gobierno con donaciones de máquinas para moler. Valiéndose de ellas la gente produce harina de choclo, con la que luego cocina su alimento principal: la shima.
Zona peligrosa
A medida que iba adentrándome en la provincia comencé a descubrir los verdaderos peligros, que para mí eran desconocidos.
Conocí a varios misioneros sudafricanos que vivían allí desde algunos años. A través de ellos me enteré de muchos casos en los que leopardos o leones habían matado personas. En el centro de la provincia se encuentra una region muy salvaje, tal vez una de las mas salvajes de todo el continente: «La Reserva de Niassa». En ella aun no se concentra todo el flujo de animales y mientras varias personas trabajan para posibilitar, en un futuro, que la zona sea explotada turisticamente, muchos de estos animales se encuentran dispersos por los alrededores, por eso mucha gente vive con grandes cercos.
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En mi camino escuché numerosas historias, como la del elefante que destruyó la huerta de un campesino o la del hombre que una tarde fue a buscar leña y a los tres días encontraron su cuerpo sin vida, destrozado por una fiera. Atravesando esta provincia con mi bicicleta, me resultó inevitable reflexionar por primera vez acerca de mi cordura. Las experiencias extrañas se sucedían: varias veces me crucé con personas que llevaban grandes lanzas o arco y flechas para la caza de algún animal.
También me topé con aquellos que incendiaban los pastizales para despejar los ya casi inexistentes caminos, lo cual se constituyó para mí en otra clase de peligro. Ni autos ni camionetas suelen atravesar esta ruta: muchos puentes fueron destruidos en la guerra y pese a que ya han pasado más de 10 años aún no fueron reconstruidos. Apenas me crucé con alguna bicicleta. Es que las distancias entre las poblaciones a veces llegan a los 80 o 100 kilómetros.
Recuerdo cuando en la ciudad más de uno me dijo: «en ese camino voce vai sufrir». Durante dos días pedaleé con mi cuerpo cubierto por ropas debido a las moscas tete, como las llaman en el lugar. Estos moscones insoportables, que por momentos viajaban en mi bicicleta, me acompañaron a lo largo de 150 kilómetros llevándome de a ratos a la desesperación. Por suerte eran bastante lentos: debo haber matado a más de 100, y varias veces haciendo doblete.
Extraña civilizacion
Luego de cuatro días difíciles rumbo a la costa llegué a mitad de mi camino: Marrupa. Una localidad grande donde decidí descansar un poco ya que encontré un lugar para alojarme… ¡y con restaurant!. Todavía lo recuerdo: «Pensión – Restaurant: Bela Vista».
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A mi llegada conocí a Cornelio: me acerqué a preguntarle dónde se encontraba la pensión y él no se separo de mí por el resto de mi estadía.
Fueron varias las veces, a lo largo de este país, que al llegar a una localidad y preguntar por un sitio, por mas lejos que este se encuentre, terminaba siendo acompañado, aunque en algunas ocasiones sin preferirlo. Cornelio caminaba con mucho orgullo junto a mí y se mostraba a cuanto conocido podía. Más tarde me explicó que para ellos, el andar con un blanco es una honra.
Campaña contra el SIDA
En lo que va de mi viaje por el África ya llevo vistas decenas de entidades y de ONG´s prestando ayuda a las diferentes problemáticas de la gente. Sus trabajos se basan principalmente en programas de alimentación, educación y salud.
Hoy el SIDA es quizás el más serio de todos los problemas. En Marrupa pude conocer las dificultades de los trabajos de concientización sobre el virus del HIV. El grado de ignorancia de la mayoría de la población me resultó impactante.
Fue triste escuchar a quien creía que el SIDA ocasionaba diarrea y jaqueca, y pensaba que primero lo contraía la mujer antes que el hombre. Algunos profesionales que trabajan en programas de alerta me contaron que en el interior la gente desconfía del preservativo y asegura que el verdadero germen de la enfermedad se encuentra en él.
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Días después comprobé que el preservativo era para los más chicos apenas un juguete.
Llegando a la costa – Km 19.426
Cuando llegué a Metoro, otra pequeña aldea situada a sólo 80 kilómetros del mar, me encontré con un lugar que aunque carecía de luz, tenía una sala de video funcionando con equipo electrógeno propio.
Más de 150 personas pagaban su entrada. Sus edades variaban: iban desde los más chicos hasta jóvenes de entre 20 o 25 años.
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Todos estaban compenetrados en una película asiática de artes marciales. Lo gracioso -o lo triste- era que nadie entendía nada, porque en el interior de este país, colonia portuguesa y con casi una decena de dialectos, los filmes apenas son pasados en inglés.
Al otro día llegué a Pemba y le dediqué un par de días a la bici, que cada vez requiere más atención. Mi portaequipaje trasero estaba quebrado; por suerte, en un gran astillero, encontré a una persona que soldaba aluminio.
Luego partí a las islas de Ibo y Matemo donde encontré a las mujeres Makua, que según sus costumbres todavía se pintan la cara. Y por último fui a la playa Pangane, tal vez una de las más lindas que conocí en lo que va de mi viaje.
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Allí descansé y juré para siempre que analizaría con cuidado los consejos de la gente del interior, porque lo que para ellos puede ser normal para mí puede convertirse en una ardua odisea.